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Friday, January 28, 2011

DIOSES, de Daniel Salzano


Tener el privilegio de ilustrar eporádicamente la pluma de Daniel Salzano, es un privilegio que me gusta fanfarronear. Y aquí la ilustración que se me ocurrió para este magnífico texto:

Los aromas de la niñez, el olor a cuero de la talabartería de la calle Rivera Indarte, los números dorados de los relojes de Escasany y la ambrosía soñada por Chammás mientras combinaba por partes iguales dulce de leche, azúcar y huevos de gallina.
La canasta que llevábamos al picnic de los almaceneros. La manteca Paz, el almidón Colman, y los bizcochos Canale. Las primeras lágrimas de amor derramadas tras el duelo de Gary Cooper y Burt Lancaster al final de Veracruz. El traje de la primera comunión con anclas de marinero, los tuquitos encerrados en un frasco de gomina Brancato, la virgencita esmaltada que protegía el tanque de la moto Puma, la mano del pirata negro de la Ortopedia Guerra y la cera de la sacristía de los curas salesianos. Las palabras esdrújulas, la prueba del nueve, los mosaicos blancos y negros de la Legislatura y los rayos que despedían las cejas del profesor Sibelius mientras hipnotizaba a la fila cuatro del teatro Comedia. Las espigas de San Cayetano, los churros de la feria y el rollo de papel higiénico que convenientemente arrojado desde el pullman del cine Cervantes trazaba en el aire una impecable metáfora de la vida. El olor a aceite de hígado de bacalao en el aliento de los niños del Hospital San Roque. El olor a aserrín, a caballo de pompas fúnebres, a pomada Cobra. Los cigarrillos Imparciales, buenos de punta a punta. El bandoneonista ciego que en la puerta de la Legislatura tocaba Desde el alma. El libro de anatomía donde se veía la famosa pepita de oro que las mujeres ocultaban debajo de la pollera, entre la chabomba y el tegobi. La hoja de cuaderno Lanceros donde había que anotar los pecaditos, no fumar, no mentir, no robar, no morir, no anhelar. Chupar una naranja, pelar una mandarina, robar higos, tener un Cadillac. Las noventa cabezas de los fósforos Ranchera, los bifes de marucha, el vestido rojo de Eva Perón flameando en el último vagón del tren más famoso de Argentina. Olor a chinchón, a rodilleras Prócer, a pelota de trapo, a Casa Colorada. Los ojos de caramelo del Niño Dios. El corcho de la sidra Tunuyán. El pesebre fabricado con un cajón de manzanas y en lugar de los tres reyes magos los cuatro de la baraja sostenidos por tacos de madera. Las chicas de al lado. ¿Quién era la mujer del almanaque? ¿Gene Tierney? ¿Amelia Bence? ¿Lana Turner?. La bola roja que impulsaba Pedro Leopoldo Carreras, campeón mundial de carambolas, dormida sobre la mesa del billar de la Asociación Redes Cordobesas. Olor a jazmines, a corona de novia y a friega de alcohol alcanforado. Las caricias trabajadas hasta la humedad en la última fila del cine Mayo. La palabra carammmmmmilos. La palabra aeromentabonbónhelados. La sirena del diario que sonaba cada vez que Jesús resucitaba o Delfo Cabrera ganaba una carrera. De grandes íbamos a ser como los equilibristas alemanes. La máquina de escribir Royal con que los buenos escritores, si querían, podían emular el swing de un aguacero. Los zapatos Gomycuer, las zapatillas Pampero, las entradas a mitad de precio y los encendedores Omega. La vidriera de la tintorería Palermo donde se exhibía el frac de Jorge Arduh, el fantasista del teclado. La cabeza cuadrada de Gatica oculta por una nube de agua perfumada en la peluquería del Pasaje Muñoz. Las pistolas Rebo y las pelotas Pulpo. La sombra del viejo de la bolsa que a la medianoche ya había triunfado sobre todas las cosas, el rumor a papel de las hojas de los árboles y el secreto del viento que tanto me asustaba. Ese niño es mío, ese niño es mío.
Todas esas cosas eran, son y serán el muy famoso Dios mío.

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